Capítulo XIII 

 

Los leones

 
 

           El hombre de Tari se acercaba muchas tardes hasta la cercana madriguera de los lobos junto a la fuente del Chorrillo. Le gustaba ver jugar a los tres jóvenes lobeznos —sólo tres había parido la hembra joven— a la puerta de la lobera. Sentado en unas rocas que dominaban la fuente, los contemplaba en sus primeras expediciones descubriendo el mundo que les rodeaba. El lobo del Tallar solía venir a colocarse también a su lado y sentado sobre los cuartos traseros o tumbado con la gran cabeza recostada en las patas delanteras, observaba con el hombre su camada. La loba, más arisca, solía permanecer no muy lejos, pero más apartada.

           El Blanquino había desarrollado una creciente confianza con el hombre. Sobre todo cuando estaban los dos a solas. El animal se mostraba mucho más cauto cuando otros hombres se unían a las partidas de caza o se hallaban en las cercanías y era muy reacio a aproximarse, manteniendo siempre una mínima distancia, que él juzgaba de seguridad, a su alrededor. Pero cuando el hombre de Tari venía hacia él y lo hacía solo, el animal no dudaba en aproximarse. La temporada en que había estado herido y el joven le había cuidado y alimentado había roto definitivamente los recelos. El vínculo era fuerte, y el lobo y el hombre buscaban en muchos momentos la compañía del otro, aunque no hubiera cacería por delante, ni rastro que seguir ni enemigo que combatir. Les gustaba estar juntos.

           La cercanía ya no conocía fronteras, y el lobo no dudaba en restregarse en las perneras de cuero. El hombre gustaba de pasar la mano por el pelaje del animal, sobre todo el del cuello y la cabeza, y el lobo respondía con gestos de indudable placer e incluso entornaba los oblicuos ojos. La mirada llegaba a dulcificarse tanto que, en una ocasión, el hombre se encontró pensando en el color de aquellas pupilas, que podían llegar a parecer llamas, y descubrió otra semejanza. El lobo las tenía de miel, de aquel riquísimo manjar por el que los hombres se exponían a los picotazos de las abejas cuando tenían la fortuna de dar con un panal en algún árbol con el tronco hueco. Les echaban toda la humareda que podían para atontarlas y conseguían quitarles trozos de su casa donde guardaban el dulce alimento. Sí. El lobo tenía los ojos del color de la miel.

           Al hombre le sorprendía siempre la enorme cabeza del animal, en especial cuando el pelaje de verano la hacía todavía un poco más desproporcionada. Observando a los lobatos que vivían en su cabaña se quedó un poco perplejo el día en que en uno de aquellos gestos de confianza el gran lobo se tumbó panza arriba en lo que él sabía un gesto de sumisión, pero que quedó convertido en otra cosa cuando el hombre optó por acariciarle la barriga.

           Al lobo le gustaban las caricias y le fascinaba la voz humana. El hombre tenía un sonido para él, un sonido suyo que lo nombraba, y el lobo supo que cuando su amigo lo emitía era como su aullido de llamada y entonces acudía a su lado. El lobo, además, por el sonido de su voz sabía muchas cosas. La excitación, el peligro, la alegría, la tensión ante un enemigo, la bienvenida ante un amigo… Distinguía todo ello, bien por la voz, bien por el gesto, bien por el olor. El lobo miraba siempre al hombre, a ese hombre, y reconocía cada uno de sus gestos y cada vez los interpretaba mejor y de manera más precisa. El lobo miraba mucho al hombre. Y el joven de Tari no se cansaba de observar a su lobo. Porque así empezaba a sentirlo, como algo de su propio clan, de su manada, y estaba convencido de que el lobo tenía una parecida percepción de que él formaba parte también de la manada del joven de Tari, de él solo, eso sí, no de los demás hombres. Sólo a él acudía y sólo a él obedecía.

           Cuanto más se fijaba en el animal, más crecía la admiración del hombre. El de Tari se sorprendía a cada paso de la astucia y la fuerza de su amigo lobuno. Por ejemplo, cómo podía mostrarse ante un rebaño para así asustarlo y que éste se encaminara recto hacia donde acechaba otro lobo o los lanceros humanos. Eran habilidades que antes únicamente le habían parecido propias de la manada de los hombres y ahora descubría que el lobo también las utilizaba.

           Algo que le dejaba más pensativo todavía eran las emociones del animal. Porque éste las tenía y las expresaba como podía hacer él mismo. ¿Acaso no había llorado, con aullidos que sobrecogieron la noche, la muerte de su hembra por el leopardo? Él lo había sentido. Como grita y gime un hombre, así había entendido él el aullar del lobo.

           Otra cosa que había descubierto igualmente era la diferente manera de atacar a cada presa según su diferente tamaño. Con los caballos, uros o ciervos, la dentellada se dirigía al vientre y a los ijares. Allí buscaban desjarretar, descentrar y provocar desgarros que acabaran por agotar y hacer caer a aquellos poderosos animales. Pero si éstos eran de mediano tamaño, su ataque solía lanzarse al cuello, a la cervical o a la tráquea. Y siempre le sobrecogía el feroz zamarreo con que el lobo destrozaba la resistencia de su víctima.

           El hombre de Tari descubría cada día elementos nuevos en el comportamiento y aptitudes de su compañero. Lo primero que le chocó fue aquella extraña manera de trotar y correr, una forma aparentemente deslavazada de hacerlo, como botando sobre los cuartos traseros, más escurridos y débiles que el poderoso tracto delantero. Pero era incansable, parecía no fatigarse, y con su sostenido paso podía recorrer en una noche distancias en las que el hombre tardaría tres días.

           Otra cosa asombrosa era el silencio total del lobo a la hora del ataque. Siempre había pensado en el lobo ligado al aullido que desde niño había escuchado en la Roca de Tari, pero se dio cuenta muy pronto de que los lobos aullaban únicamente para llamarse o comunicarse entre ellos. Había muchos tonos y muchas llamadas y todos tenían un significado. Pero, cuando cazaban, lo hacían en silencio. Una vez localizada la presa y lanzada la persecución, el lobo callaba. Mudos y fijos la perseguían turnándose en las puntas de la carrera, y cuando ya se abalanzaban sobre ella, tampoco salía voz alguna de sus gargantas. Sólo cuando la presa estaba muerta, llegaba el momento de los gruñidos para determinar su sitio y preeminencia en el festín.

           Los cachorros tenían voces diferentes a los adultos. Se entregaban a auténticas algarabías corales. Parecían ensayar lo que luego serían los prolongados alaridos que llenaban las noches con aquel ulular que parecía ocupar la tierra entera. Los de las crías quedaban como cortados, eran más graves y sin el estremecedor tono que alcanzaban de adultos.

           Las manadas tenían asimismo comportamientos muy diferentes a los ataques de los lobos. Al principio de cazar con ellos, los hombres habían sacado provecho de ello. Al ver al lobo, las yeguadas formaban círculos con los potros en el centro, mostrando a los atacantes los cuartos traseros y prestos los cascos a soltar coces. El círculo de las vacas del uro presentaba, por el contrario, un frente de testuces y de cuernos, y esta formación era mucho más difícil de romper para los lobos. Las vacas jugaban todo a ello, pues sus crías eran lentas y no tenían casi posibilidad en la huida, mientras que los caballos sí tenían alguna en su mayor rapidez. Pero los potros, menos resistentes, acababan por sucumbir muchas veces a la tenaz persecución de la lobada.

           Los hombres, al comienzo de aquellas cacerías conjuntas, aprovecharon aquellas maniobras defensivas de los rebaños para aproximarse con rapidez y poderles lanzar sus azagayas. Pero duró poco. Yeguadas y vacadas ya no se dejaban sorprender, y en cuanto aparecía a la vista o al olfato el tufo del cazador erguido, la formación defensiva se rompía de inmediato o no se llegaba a formar siquiera y la huida se precipitaba. Las manadas sabían que los humanos mataban a distancia. Ya lo habían aprendido hacía mucho tiempo.

           Sentado al lado del Blanquino, el hombre de Tari hacía memoria de sus recientes recuerdos y de lo obsesivo del lobo en marcar y remarcar su paso por todo su territorio con orines, excrementos, un unto que le brotaba de la cepa de la cola, que eran de continuo depositados en trochas, sendas, arbustos y sobre todo en aquellos lugares que tanto gustan a los lobos: los altos y las cuerdas bien venteadas donde les llega el aire por todos los sitios y así pueden captar ellos todos los efluvios.

           Una cosa tenían en común, meditaba el cazador. Al lobo y al hombre les gustaban muy poco las cosas que reptan por el suelo. Los dos mantenían la vieja aprensión por las serpientes. Aquellos dañinos bichos deslizantes que pueden traer una muerte o unos atroces dolores con el veneno que portan en sus colmillos. El salto repentino del Blanquino o del de Tari solía tener aquel significado en los pedregales.

           El vínculo se anudaba cada día más estrechamente. En este tiempo más cálido y placentero para los hombres y las bestias, solían cazar juntos y juntos volvían hacia Tari. Ahora con los pequeños lobos y los dos lobos del año. Pero el hombre tenía un plan para ellos y no tardó en aplicarlo antes de que se hicieran más grandes. Consiguió tras no pocos esfuerzos infructuosos y la decidida oposición de la loba, a la que incluso tuvo que apartar amenazando con el venablo, que los pequeños siguieran a sus hermanos mayores al poblado. Una vez allí, a los pequeños se les dio de comer hasta saciarlos y luego se les impidió bajar hasta su madriguera. Tenían aquella querencia ya muy marcada, y el hombre de Tari comprendió que se había retrasado en traérselos y que ahora sería un problema. Porque al revés de los suyos, aquéllos sí tenían madre, y la loba estuvo toda la noche bajo la Roca reclamándolos.

           El joven hombre de Tari, a pesar de todo, siguió adelante con su plan. Reunió a los tres cazadores que más le habían insistido que les regalara uno de los cachorros —uno de ellos, el propio jefe de Tari— y les entregó un lobezno a cada uno. Pero estaba muy claro que los animales intentarían escapar y reunirse con su madre, y desde luego no había que hacer nada contra ella ni contra el lobo del Tallar. Por ello, la única solución era mantenerlos encerrados y todo lo ocultos que se pudiera de la loba.

           Así que hubo que atarlos con una cuerda del cuello y dejarlos dentro de cada una de las cabañas para que no se fugaran. Pero sobre todo se procuró que no les faltara comida ni agua, y notaron que se tranquilizaban al ver y oler a sus hermanos mayores que vivían en Tari.

           La loba y en menor medida el lobo se acercaron muchas noches hasta el portillo de acceso del poblado. Sabían que sus hijos estaban allí porque los olían, pero pasadas las primeras noches en que los lobeznos gimotearon y protestaron, cada vez oían menos sus llamadas. Aunque desde luego sabían que allí estaban.

           Pero los que salían a cazar con el hombre de Tari no eran ellos, sino los dos más crecidos, y todos se adentraban en los bosques o en la estepa. A regañadientes, la loba también iba, y al volver era la que hacía mayor ademán de internarse por el camino empinado hacia lo alto de la Roca, pero después desistía y se quedaba con el macho las más de las veces en aquel paraje del Chorrillo que parecía ser su mejor acomodo y el lugar donde era más fácil encontrarles. De hecho, ya ni siquiera se ocultaban cuando las mujeres acudían allí a recoger agua. Pero, a pesar de esa creciente dependencia, la pareja de lobos adultos parecía decidida a no ascender a Tari y mantener así una libertad de movimientos que los lobos de sus camadas anteriores no tenían.

           Durante más de una luna los lobeznos permanecieron sin bajar de la Roca, pero al fin, cada uno con su cazador, lo hicieron. La manada entera volvió a juntarse. Los lobos saludaron alegres a su madre y se sometieron a su líder y padre. Pero algo había cambiado. A quien en realidad cada uno de ellos atendía más que a nadie era al cazador humano que lo había alimentado y atado. Cuando éste llamaba, el lobezno acudía presuroso, y volvía la cabeza hacia él y no hacia el Blanquino cuando cazaban, esperando oír de su voz o de su mano la indicación de hacia dónde ir o venir.

           Hubo tensión en la vuelta. Sobre todo por parte de los hombres, que sabían que era un momento decisivo. Habían controlado durante mucho tiempo a los cachorros, pero ahora no llevaban cuerdas que les sujetaran por el cuello y habrían de decidir por sí mismos qué rumbo cogían. Al regresar al poblado, los dos lobos del hombre de Tari no lo dudaron. Era su camino habitual y sabían que allá arriba les esperaba la comida. Era algo que también habían comenzado a hacer los hombres. Los dos lobos adultos comían en el campo y por su cuenta, pero los adiestrados se limitaban a hacerlo cuando los hombres les echaban y siempre y cada vez más en exclusiva en el poblado. Para los pequeños aquello había sido llevado a rajatabla y, de hecho, durante el día no habían probado bocado. Los hombres se habían guardado la poca carne fresca que habían conseguido. Unos cuantos conejos en los lazos y algunos pichones de torcaz en sus nidos.

           Al llegar a los aledaños de la Roca, los dos lobos jóvenes emprendieron casi un galope para subir cuanto antes a la cabaña. Los tres más pequeños caminaban cada uno junto al hombre que en ese momento le había reclamado. La loba y el Blanquino cogieron su senda hacia el Chorrillo. Uno de los lobeznos, una pequeña hembra, hizo intención de seguirlos, pero la voz seca del hombre la detuvo y volvió a pegarse a sus tobillos. La loba madre se giró a mirar y luego, como sacudiendo la cabeza, retomó aquel trote extraño, el trote del lobo, que no llega a la carrera, pero que se puede mantener eterno y continuado, y se alejó deprisa de los hijos que ya había perdido definitivamente. Los lobatos subieron mansamente tras los pasos de los hombres y movieron alegres los rabos cuando a la puerta de las cabañas les echaron sus raciones de comida.

           El tiempo más caluroso significó igualmente un profundo cambio para todos y un momento que tal vez el lobo Blanquino llevaba esperando más que nadie. Las cacerías de los hombres comenzaron a dirigirse de manera continua hacia los llanos en alto y en ocasiones la expedición duraba largos días. Unas veces caminaban hacia naciente, y tras ascender por el cerro de las Matillas, avanzaban por aquellas llanas extensiones para cazar en ellas y descolgarse después a los profundos barrancos y regresar también cazando aprovechando la frescura de las orillas de los ríos. Otras, tras remontar el Tallar, acababan por avanzar directamente hacia donde el lobo sabía que estaban los territorios más resguardados de la lobada enemiga y daban vista a la desplomada loma donde él se había criado en la vieja tejonera. Atravesaban aquel profundo barranco que había sido la frontera y la causa del ocaso y la derrota de su propia manada, para desplegarse después por todo un inmenso cazadero, un cerrado bosque de chaparros y encinas en los que algunos hombres con los lobos acosaban y sacaban de la espesura a ciervos y a corzos y otros los esperaban apostados en claros y montículos. Pero cuando el Blanquino entraba en una tensión y una excitación evidentes, que el hombre de Tari no dejaba de notar, se dirigían hacia la fuente de la Tobilla y, desde allí, descendiendo, se encaminaban directamente a las márgenes de río Badiel para la más larga de la correrías, que a veces llegaba a las terreras del propio río que pasaba cerca de Tari, pues ambas aguas confluían, y ascendiendo curso arriba era como después regresaban a la Roca.

           Era en aquel campeo cuando el lobo Blanquino mantenía de continuo una permanente alerta, la cola levantada y los belfos siempre a punto de enseñar el colmillo. No cesaba de marcar su paso con sus orines y sus escarbaduras, y el hombre comprobaba que, en ocasiones, lo hacía sobre marcas de otro lobo… y comprendía a quién se dirigía el reto.

           Pero la manada del Badiel se guardaba mucho de aparecer ante aquella fuerza numerosa de hombres y lobos. En todo el verano tan sólo una vez consiguieron divisar a unos cuantos. Les parecieron lobos jóvenes, y lo cierto es que salieron huyendo despavoridos al verse sorprendidos junto a un arroyo. Corrieron cuesta arriba perseguidos por los lobos de los hombres, que no pudieron alcanzarles, y que finalmente regresaron, tras insistentes llamadas, a su lado. El lobo macho, sin embargo, no se había movido. Seguía en su actitud de reto y marcando una y otra vez todo lugar donde encontrara el más mínimo rastro del otro.

           Por la noche, se retiró un buen trecho del fuego de los hombres y aulló con un ulular sostenido que el hombre de Tari entendió muy bien. Era un desafío, era la voz que le decía al enemigo: he venido a tu cazadero, mato tus corzos y tú te ocultas. Ven y enfréntate a mí y combate por tu manada. A su voz se unieron como un coro la loba vieja y luego todos los lobos de los hombres. Éstos prestaron oído, pero ninguna voz de lobo respondió en la lejanía.

           El hombre de Tari dijo junto a la hoguera:

           —El Blanquino tiene una sangre que saldar con los lobos del Badiel.

           —Le temen. No le contestan.

           —Vienen con nosotros y nos temen. Pero el lobo del Badiel contestará.

           Lo hizo poco antes de llegar el alba. Lo hizo cerca, y los hombres se levantaron de sus pieles con el vello erizado. La lobada badielina lo hacía desde una cuerda próxima y alzaba su voz respondiendo al desafío. Los lobos del hombre, de inmediato, replicaron.

           —Démosles caza —propusieron al hombre de Tari sus compañeros.

           Este se quiso negar, pero luego pensó que sus animales no podían dejar el campo a los enemigos y con la primera luz avanzó hacia donde habían sentido el clamor de la lobada.

           Pero no llegó ni a atisbarlos. La manada humana y sus lobos se desplegaron intentando sobrepasarlos por algún flanco, pero, nada más verlos asomar, los badielinos se retiraron. La fugaz imagen que lograron divisar fue la de un gran macho asomado en lo alto de una roca en el viso que los oteó un instante para desaparecer rápidamente.

           —Huyen —dijo el hombre de Tari—. No les daremos caza así. Ya no plantan cara a nuestros lobos.

           Desde aquel encuentro y durante todo el verano no se vio asomar más a los lobos por la cuerda del Tallar ni se les oyó aullar desde allí su poderío. El lobo Blanquino y su hembra volvieron a campear a sus anchas por las laderas de las fuentes, dueños otra vez de su ancestral territorio.

           Hasta que llegó el león.

           Casi nadie en Tari recordaba ni siquiera que otro hombre lo hubiera visto, ningún cazador había cortado nunca su huella, ni había oído su voz ni temblado ante su rugido. Pero cuando en las sombras de la noche aquel vibrar cavernoso se expandió por todo el espacio y rebotó contra la Roca de Tari, los hombres supieron que el enemigo más poderoso había llegado a su territorio y que el hombre ya no podría caminar seguro. El viejo leopardo había sido temible, pero en los recuerdos de los hombres estaba el miedo a la gran fiera que había aterrorizado las noches de sus ancestros y seguía presente en los cuentos alrededor de las hogueras. El reno no regresaba, pero el león había vuelto.

           A la mañana siguiente, un selecto grupo de batidores, encabezados por el jefe, el joven y el lobo viejo y su loba —los cachorros se quedaron en el poblado—, salieron de descubierta a intentar encontrar sus huellas. Tuvieron que andar mucho.

           El rugido del león que tan cercano les había sonado no tuvo plasmación en una marca en la tierra hasta mucho más allá de lo que pensaban. Buscaron infructuosamente su señal. No fue hasta muy tarde que encontraron su rastro, cuando por casualidad y esperanzados de que el gran felino se hubiera retirado se dirigieron hacia el vértice donde la montaña Nublada se junta con el río en su abertura hacia la llanura, por comprobar si algo les indicaba que se hubieran marchado.

           Lo señalaron los buitres. Divisaron el círculo de carroñeros que bajaban en espirales y hacía allí se encaminaron todo lo sigilosamente que pudieron e intentando avistar la carroña desde alguna altura. Hicieron bien en tomar aquella precaución. Cuando llegaron sobre unos pelados cerros de piedras blanquecinas que brillaban al sol, vieron abajo, entre el sopié y la ribera, a los leones que aún comían sobre su presa y a los buitres que se paraban en los árboles de los alrededores o se dejaban caer al suelo a prudente distancia.

           No supieron lo que los leones habían matado, pero sí que eran tres quienes lo habían hecho. Tres al menos que ellos vieron, pues, tras observarlos un buen rato, uno a uno se fueron levantando y, bamboleándose, con las tripas repletas de carne, se dirigieron hacia la espesura de la ribera del río y allí se perdieron de vista.

           Los hombres y sus lobos se arrastraron hacia atrás de la loma y, tomando todas las precauciones para no ser olidos por las fieras, volvieron cabizbajos al poblado.

           El jefe convocó esa noche a todos, y en torno a la hoguera se tomaron decisiones. Las mujeres no deberían abandonar el poblado excepto para acercarse a las fuentes más próximas y se procuraría siempre que alguien las acompañara con sus armas dispuestas. El río y sus márgenes quedaban absolutamente prohibidos para cualquier expedición recolectora de las mujeres. Los cazadores ya no saldrían solos, sino que cada partida de caza sería previamente organizada. Siempre habría cazadores en la Roca, pues ni Tari estaba a salvo del ataque de aquellas enormes y poderosas fieras. En el portillo de entrada, donde se iniciaba el camino entre las rocas hasta ascender a la planicie de arriba, volvería a haber vigía y fuego siempre encendido, con un potente muro de espinas y maderas enlazadas que lo protegiera. Era algo que se había tenido por costumbre en tiempos pasados, pero que, seguros y sin enemigos acechando, se había ido perdiendo. Tan sólo cuando fueron muertos los cazadores en la estepa, y durante un tiempo, volvió a ponerse un vigía nocturno. Los cazadores más experimentados, con el jefe, seguirían espiando el deambular de las bestias para tratar de controlar sus movimientos y ver si había posibilidad alguna de ahuyentarlas o incluso de intentar acabar con ellas. Aunque esto último se les antojaba a todos extremadamente peligroso y casi imposible, dando por seguro que de acometer la empresa serían varios los que perderían en ella la vida y Tari habría sufrido mucha merma de hombres. Los lobos jóvenes no serían llevados hacia los lugares donde se detectaran los leones.

           Mucho se habló aquella noche ante el fuego de Tari. Muchos recuerdos afluyeron. Hacían falta muchas lanzas para abatir a un león, pues mucha era su fuerza, y de un golpe de su zarpa arrancaba la cabeza a un hombre. Ante él sucumbía el uro más poderoso. Venía en la oscuridad sobre los poblados y arrancaba de allí a un cazador, a una mujer o a un niño, arrastrándolo a las sombras y haciendo de él su comida. Su voz pavorosa paralizaba el brazo que lanzaba el venablo, y un solo salto alcanzaba muchos pasos del más veloz en la carrera. Sus colmillos cascaban un cráneo como una nuez y sus garras abrían en canal de un golpe la tripa de un caballo. Ningún animal, por poderoso que fuera, se enfrentaba a él, y todos le huían.

           Pero temía al fuego. Como a todas las manadas de animales, el fuego les espantaba y en los relatos estaba cómo algún antepasado había sobrevivido al león amparado por las llamas. Los hombres que salieran al descubierto siempre llevarían teas resinosas preparadas y presta la brasa para poderlas prender.

           Los hombres de Tari vivieron largas jornadas de tensión y alguna noche de angustia. La peor fue cuando los leones se acercaron hasta la misma Roca y merodearon, durante todo lo que la oscuridad duró, bajo ella, rugiendo amenazadores mientras los hombres alimentaban con toda la leña que tenían el fuego de la entrada y veían pasar en algún momento la sombra de la bestia poderosa a la luz temblorosa de las llamas. Los jóvenes lobos escondían la cola entre las patas y se pegaban a los hombres, y éstos no dejaban de mirar cómo aparecían en el límite de las sombras los enormes y brillantes ojos de las fieras acechando sus movimientos. Del Blanquino y de su hembra nada se oyó, ni un aullido, y cuando entrada la mañana y comprobado que los leones se habían alejado, los hombres se atrevieron a bajar, se percataron de que los lobos también se habían marchado, pero no había señal de lucha alguna. Sólo cuando ya atardecía los dos lobos volvieron.

           Pero los hombres no se limitaban a permanecer asustados y encerrados en su Roca cuando la noche caía. Aprovechaban el día, y poco a poco fueron conociendo las costumbres y movimientos de las grandes fieras. Descubrieron su querencia por las márgenes del río. Allí, en algunos vados donde acudían los herbívoros a beber, preparaban sus emboscadas, y en la sombra y el frescor de los sotos sesteaban y descansaban durante el día. Concluyeron que no eran más que tres, dos de ellos machos con incipientes melenas y una hembra. Desde la loma donde los divisaron por vez primera pudieron observarlos y establecer algunas de sus rutas más habituales. Solían subir río arriba, pero muy pocas veces intentaban ascender por las laderas de los montes y rehuían los lugares más boscosos y con vegetación más tupida. En varias ocasiones se desplazaron por la estepa y hasta tardaron varios días en regresar a las márgenes del río.

           Fue en una de aquellas ocasiones cuando los vigías los vieron alejarse una tarde por la llanura adelante y comprobaron que no habían vuelto a la mañana siguiente. Entonces los hombres se pusieron a trabajar sin descanso. Buscaron en un lugar cerca de donde gustaban dormitar un terreno que no fuera en exceso duro y allí comenzaron a cavar con todas sus fuerzas y con cualquier utensilio que pudiera servirles. Cavaron hasta la extenuación, turnándose cuando se agotaban por el esfuerzo, el día entero, pero cuando las sombras de la noche ya venían, entendieron que su trabajo podía haber sido en vano, porque aún les quedaba mucho que ahondar y ensanchar en aquel hoyo. Se retiraron pesarosos con el temor de que al día siguiente cuando volvieran los leones hubieran regresado también y visto su agujero. Suspiraron con alivio cuando comprobaron que no habían vuelto, y ese día trabajaron con mayor ahínco y sin descansar ni un momento. Cuando estaba el sol en lo más alto, creyeron que el hoyo ya tenía la suficiente profundidad y anchura y armaron la trampa. En su fondo colocaron lanzas y estacas afiladas clavadas firmemente en el suelo. Un cuerpo que allí cayera se ensartaría sin duda en ellas. Luego taparon la boca y aquello les costó un largo y esmerado trabajo. Pusieron de base un liviano entramado de finas cañas entrelazadas. Sobre él una capa de grandes hojas, encima tierra, un nuevo enramado de varillas de anea, más hojas anchas y finalmente más tierra. Tierra igual que la que cubría la superficie de aquella zona. Porque la que habían ido sacando de la profunda fosa la habían ido arrojando al río tratando de no dejar huella alguna que delatara su trampa.

           Sólo quedaba cebarla. Para ello depositaron con suavidad y procurando no hundir el armazón trozos de carne sanguinolenta y con más sangre trazaron un reguero que hasta ella conducía. Calcularon que un zorro o un tejón que acudiera no se hundiría, pero temieron que cualquier animal más corpulento, o una bandada de buitres o hasta una pelea entre las alimañas, aunque fueran de pequeño tamaño, acabara por descubrir e inutilizar su artilugio.

           Tras hacer lodo aquello, aún tardaron muy largo tiempo en intentar borrar todas sus huellas y pasos para, por último, dar un toque final tratando de eliminar su olor y que éste no pudiera ser percibido por los felinos. Esparcieron por todo el lugar excrementos de caballo. Las vísceras y la carne de un caballo era precisamente lo que habían puesto como cebo. Marcharon de nuevo hacia Tari y esperaron, sin poder conciliar el sueño, algún sonido que les indicara que podían haber tenido éxito. Pero nada oyeron.

           Los leones, si habían regresado de la estepa, por allí no habían pasado. La trampa había aguantado, aunque tenía algunos desperfectos, pues alguna visita nocturna desde luego que había tenido. Pero no se había desplomado. Remendaron como mejor pudieron rotos y agujeros, volvieron a cebar con más carne y hasta dejaron a un hombre presto a ahuyentar durante el día y con la luz a todo animal que quisiera acercarse. Al jefe se le ocurrió dejar otro animal muerto en un lugar lo más distante posible de allí y mucho más al descubierto para hacer que los buitres se concentraran en aquel sitio. La treta surtió efecto.

           Al atardecer volvió el vigía. Se trataba del joven de Tari acompañado por su lobo grande. Algo le había parecido ver que se movía por la llanura frente a él y alguna señal de alarma creyó detectar en el Blanquino, pero no quiso aguantar más tiempo para comprobarlo, tanto por su seguridad como por no poner en riesgo la trampa si los leones detectaban su presencia.

           Aquella noche oyeron los rugidos. Los hombres se levantaron de las chozas y salieron junto a la hoguera señalando, unos a los otros, excitados, la dirección de donde provenían y que, en efecto, era aquella en donde habían dejado clavadas las estacas en la fosa.

           Por la mañana, el jefe organizó con muchas precauciones la marcha. Caminaron ansiosos, pero su guía no les permitió en absoluto ni correr ni adelantarse. Aunque hubieran conseguido su objetivo, los leones eran tres. Así que remontaron las costeras de piedras blancas, y desde la loma pudieron otear lo sucedido.

           Hubieron de sofocar un grito a un gesto conminador de su líder, porque el entramado estaba hundido. Un profundo boquete se abría, y estaba claro que por allí se había desplomado un corpachón enorme. Aprestaron lanzavenablos y lanzas largas, encendieron teas y se decidieron a bajar a comprobar finalmente si allí agonizaba su deseada y temida presa.

           El león, uno de los machos, estaba muerto. Había caído sobre lanzas y estacas. Al menos tres le habían traspasado, y otras, que tal vez también le hubieran herido, estaban rotas o caídas. Pero habían cumplido su misión, y el felino al intentar desclavarse no había conseguido más que acelerar su muerte, causándose más anchas y terribles heridas por las que había escapado su vida.

           Alrededor de la fosa comprobaron cómo los dos supervivientes habían dado vueltas y más vueltas, una y otra vez. Pero ahora parecía que se habían alejado. Algunos propusieron bajar hasta el fondo del agujero y llevarse el león como trofeo. Casi todos aclamaron la intención, pero no lo consintió el jefe.

           —La carne de león no se come. Los dos vivos pueden regresar y estamos en campo abierto ante ellos. Cuando los hayamos matado a todos, cogeremos sus garras y sus colmillos.

           Al joven de Tari, el hombre de su madre le pareció un sabio jefe y fue el primero en apoyarle. Volvieron a escape, eufóricos y triunfantes, a contarlo a las mujeres de Tari.

           Pero, como muy bien había dicho el jefe, aún quedaban dos leones y eran tan peligrosos para la manada humana como si de tres se tratara. Y una trampa igual sería inútil prepararla para ellos. Sin embargo, los ánimos de los hombres de Tari habían renacido. Y todos insistían al jefe en que los llevara a darles caza. Ahora se sentían poderosos. Pero el jefe meditaba. Al fin habló en la hoguera con el joven de Tari.

           —Si fuéramos capaces de hacer que se metieran en un cañón profundo, tal vez pudiéramos con el fuego vencer definitivamente al león —le dijo—. Quizás los lobos pudieran ayudarnos en ello.

           —Los lobos vendrán, pero no los acosarán como hicieron con el leopardo. Nos servirá más el fuego para hacerlos dirigirse hacia donde queramos —contestó el joven.

           —Los leones, cuando han comido mucho, se vuelven lentos y perezosos. Tendremos que acechar que consigan una gran presa y entonces será el momento de atacarlos. Los lobos, aunque los teman, han de ayudarnos en el cerco. Pero no llevarás más que a los dos grandes y tus dos lobos jóvenes, los nuestros son demasiado pequeños.

           La nueva fue saludada con alborozo. Todos quisieron formar parte de la partida y todos alardearon de que ellos serían los primeros en hundir su lanza.

           Pero fue el león, en aquella ocasión, quien mató al hombre. Descubrieron su festín y que sus barrigas estaban repletas de comida, los cercaron y comenzaron a empujarlos con sus teas y sus lobos hacia un pequeño desfiladero. Hasta que en un momento uno de los cazadores que iba en punta se adelantó y, casi sin que pudiera verlo, surgiendo entre las hierbas, el león vino a él, y cuando a sus gritos acudieron los demás, del hombre no quedaba cara, de su vientre salían sangre y tripas y una sombra amarilla volvía a escabullirse entre la vegetación no sin antes volverse a dirigirles un aterrador rugido.

           Aquella noche en Tari hubo llantos y el chamán destempló el espacio con sus alaridos hasta que el hombre fue depositado con su gorro de piel de nutria, el que más le gustaba, y su zamarra con adornos de dientes de raposa, en la tierra de la gran caverna, bajo grandes losas de piedra.

           Pero la diferencia entre las manadas de las bestias y la de los hombres es que la de éstos, además de poseer el fuego, no desiste jamás de su empeño, aunque le cueste muertos. Los hombres de Tari tenían que matar al león, y la muerte de un cazador no hizo sino encorajinarlos más. Acabar con los felinos fue, desde aquel momento, la obsesión en la que centraron todas y cada una de sus energías. Y en el fuego hallaron su camino.

           No fue ni junto al río, ni empujándolo hacia un desfiladero, ni con una nueva trampa. Fue en la estepa. En campo abierto. La alta hierba reseca les ayudó. Incendiaron la llanura y los atraparon en un gran círculo de llamas. Avanzaron dispuestos a morir con las lanzas en las manos, dándose valor el uno al otro, sintiendo cada uno su propio miedo, pero haciéndose fuertes en el de todos compartido. El león macho logró huir, chamuscado, llanura adelante hacia las lejanas montañas. A la leona la cenaron en un bosquete, en un altozano donde había algunos árboles y arbustos. La leona estaba allí, rodeada de hombres y de fuego. Porque éstos, al llegar, apoyaron a las llamas rastreras lanzando teas resinosas a las ramas y a las copas, convirtiendo todo en una enorme hoguera. La leona intentó una carga última, pero la vieron abalanzarse desde media ladera y pararon su salto apoyando el mango de las lanzas en el suelo. Logró derribar a un cazador, pero al instante tenía muchos venablos atravesándole el costado y la barriga. Murió revolcándose y todos y cada uno de los hombres de Tari clavaron en su cuerpo su venablo.

           A ella sí la cogieron. La colgaron en un grueso palo y sudando regresaron, seguidos por sus lobos, entre cánticos, a celebrar su triunfo aquella noche y gritar y danzar ante las hogueras de la Roca. El hombre y el fuego eran la más poderosa manada de la tierra.

           Al día siguiente fueron a por las zarpas y los colmillos del león muerto en el agujero y de éste sí quiso el hombre joven de Tari una de sus afiladas garras.

 niebla
 
 

           La niebla ha llegado con la lluvia. Se ha ido entreverando con ella. Se ha pegado primero a los cerros más altos y también se la ha visto descender subrepticiamente por los pinares desde lo alto de la sierra. A la caída de la tarde ya era dueña del aire y ahora ya en la noche envuelve por entero la vida.

 

           La niebla oculta todo. Las cosas que estaban ahí desaparecen. Nada se encuentra y todos se pierden. El lobo mismo se pierde. El lobo sabe su rumbo sin importarle la noche o el día, sin que el más oscuro cielo sin estrella ni luna le preocupe para dirigir hacia donde él quiere sus pasos. Ni la lluvia ni la nieve, ni la peor ventisca lo detiene. Es más, juega con el mismo viento por muy feroz que éste se pretenda. Cuanto más apriete la cellisca, más eficaz será, al pairo de sus ráfagas, su cacería.

 

           Pero la niebla lo pierde. La niebla lo vuelve tan desvalido como al hombre. No encuentra ni su propia trocha y siente que el camino desaparece debajo de sus mismas patas.

 

           El lobo, definitivamente, aborrece la niebla. Por eso gusta del viento que la aleja, y cuando ella se empeña en aferrarse a las cuerdas de las montañas, la deja atrás descendiendo por sus portillos. No es la nieve quien lo expulsa. Es la niebla.